domingo, 29 de septiembre de 2013

Fragmentos porque se va septiembre

No puedo y fumo,
la incertidumbre no está para matarme ni para hacerme daño, sólo se queda a un lado de mi como una muerte vieja y sincera que me habla entre dientes de los muchos desconciertos que han venido sucediendo, y es que me preguntó -¿Por qué se te apagó la sonrisa y de cuando a acá se te volaron las estrellas de los ojos?-.
-No lo sé-. Respondí y también le dije -Pero esta mañana lloré, lloré tanto porque el sol de las diez de la mañana me tibió el recuerdo y las sensaciones amorosas y fervientes.
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Un trozo de pan y un sorbo de café algo que me hubieran dado justicia para seguir bebiendo y fumando y mintiéndome y sacando del cajón del buró libros viejos y releídos. Un poco de justicia para mi propia ausencia donde mi cabello ya no es mi cabello y mis anteojos ya no son mis anteojos si no ambos un desperdicio de personalidad a la que me aferro, como me aferro a la bebida y la despedida de una tarde de septiembre.
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Estuve atrapado en mi propia tormenta de ropa vieja y cortinas azules y en ese instante lo desintegré todo porque nunca he sabido controlarme, y luego lo que desintegré lo busqué porque quise volver a armarlo e intente escupir un poema de los míos de esos incesantes y aburridos, faltos de gracia y  tan enfermos de mi y de mi poca capacidad de versos y mi poca voluntad incluso para un soneto para ver si volvía a integrarse entre toda esa bruma de hechizos y sueños. -¿Y si me acero a dios?
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 Y sin empleo y con los pies tristes porque no han bailado como han querido bailar y con la misma ropa de siempre y con el aroma a hierba buena entre mis labios voy suspirando entre los espacios diminutos de mi habitación implorando el beso enamorado de abril y las caricias de octubre y la serenidad de mi mente, pero el peso del silencio me absorbe porque soy un negado y porque no he visto nunca crecer una flor en ningún jardín.
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Me confesé frente a un altar de cristales y ventanas enormes que presumían futuros, confesé mi infortunio, la verdad tan furtiva y mi incapacidad por saberme atado al lazo de la cordura y a la antigua costumbre de sonreír porque un niño pasó corriendo enseguida de mi o porque dos pájaros están en terrible discusión sobe el cableado eléctrico frente a mi casa. Atado al lazo no he sabido responder y ya no lo comprendo porque me duelen los huesos entre los esfuerzos por sostenerme.
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No bebí café. Hoy no, no me lo merecía. Apreciaba desde mi ventana a la gorda de mi vecina enfundada en un vestido de tantos colores como tanta era su felicidad y sus dientes gigantes se dibujaban en mis ojos porque su sonrisa la ha llevado siempre puesta, y yo encarcelado en la melancolía hubiera podido gritarle que la adoraba por verla tan feliz, pero no hubo café y sin café no hay palabras en mi boca que puedan dar anhelos o esperanzas, porque ni yo mismo las tenia, ni las tengo o no sé.  

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