jueves, 19 de septiembre de 2013

Idilio fracasado

Tengo que estar pendiente de mi corazón porque huele a mar, a sal olvidada y empalmada por las olas.
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Estaba escribiendo una historia de amor sobre dos hombres que se amaban uno al otro ambos de belleza inexplicable, ambos con el rostro cubierto de fragilidades, ambos con la boca llena de ofrendas místicas para los besos y las palabras. Estos dos hombres admiraban los paisajes nocturnos, el lenguaje de una vela encendida, el café y los cigarrillos y entre todos esos elementos adoraban sus conversaciones desviadas y absurdas sobre temas  inespecíficos dirigidos por la nada y sin ningún moderador, podían durar horas enteras mutilando palabras, pariendo palabras y mirándose a los ojos para no desacostumbrarse de la manía de amarse. Se amaban tan fuerte que se construían cofres de zafiro que contenían lunas y estrellas y les gustaba el juego de abrir sus cofres al mismo tiempo para ver la explosión bestial y destellante  de lunas que rugían y giraban emocionadas por su libertad y estrellas tímidas que se iban colocando en cualquier superficie de la habitación. Se amaban tanto que sus gesticulaciones derramaban sólo situaciones de esperanzas y continuaciones de versos y canciones, les era imposible estar separados y les aterraban las jaulas y las peceras de cristal, únicamente pensaban en la libertad de sus propios abrazos y en la danza de su intimidad perfumada por geranios.  
Ellos gustaban de seguir las huellas de los pasos de la gente, cada quien por su lado caminaba por la ciudad porque acariciaban la idea de trazar rutas distintas para luego perderse y luego encontrarse y luego besarse con la sensación de haber sido fantasmas recién llegados de un desierto.
Se amaban tanto y en ese amor de furia y sangre dibujaban océanos para navegar incluso hacía el silencio de la muerte, no les importaba nada porque había campanarios que festejaban sus complicidades, sus manos entrelazadas y sus miradas hacia el norte. 
Los dos siempre tomados de la mano en el temporal de un amor cálido y preciso casi perfecto a la hora de comer o de beber, un amor justificado y palpable, incapaz de tropezar con la indiferencia o el desprecio, un amor de invitaciones al deseo y al roce delicado de sus astros haciéndose el amor. Un amor de una sola sombra y de un mismo recuerdo de un mismo anhelo. Que amor tan grande.
Un día estos dos hombres repitiendo palabras de amor y haciendo espirales con pájaros azules para adivinarse el futuro y saber como se iban a amar al día siguiente en que posición, en que sitio, en que dirección, hacia que cielo o hasta que profundidad, se callaron obtuvieron un silencio de cenizas y delirios y justo en ese momento uno le pregunto el otro que si que le había parecido Rayuela y el otro respondió -Odio Rayuela no la entendí la novela me parece pretenciosa y aburrida, en realidad detesto a Cortázar-.
Al otro le da un bochorno, no logra entenderlo se sofoca con la respuesta y ve caer del cielo plumas azules y picos dorados y los huesos de los pájaros, ve a su al rededor todo encendiéndose en llamas, las paredes arder y demolerse entre el hierro hirviendo y el olvido, observa como el humo nubla y plasma el dolor de la realidad. 
Se acabo el amor no hay más amor no hay ojos ni oídos, no hay sensatez ni manos unidas por absolutamente nada. No hay amor. Y se fueron alejando al mismo tiempo con un ritmo perfecto y cada quien se refugió en su nido, en su propio comienzo en el inicio de sus vidas como si nunca se hubieran conocido.



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